En las ciudades las calles comunican, más allá del sentido universal de espacio físico que permite el traslado de vehículos o personas. Existen innumerables formas y sentidos urbanos para la transmisión o divulgación del conocimiento no formal/alternativo entre las cuales figuran el graffiti o esténcil; son “manchas” en la estructura social de las metrópolis modernas, y por ende, subversivas en su esencia y contestatarias en la práctica. Los mecanismos represivos de las instituciones las persiguen considerándolas prácticas vandálicas que atentan contra la estética y la moral, pero muchas veces estas intervenciones en el espacio público reflejan tendencias sociales, políticas y culturales que quedan fuera de los canales formales de la comunicación, ya sea por acción, pero mas que nada por omisión.
El graffiti y el esténcil, como exponentes del arte urbano occidental, han sufrido constantes metamorfosis desde el boom inicial que supuso el mayo del 68’ en Francia, cuando miles de jóvenes literalmente tomaron por asalto París, utilizando como herramienta de propaganda al aerosol, para manifestar las consignas que denostaban el conformismo, la beligerancia, y la indiferencia de la sociedad europea, cegada por el apogeo económico-industrial del que eran protagonistas. Si bien ya desde el imperio romano existían rastros de escrituras y graffiti en los muros de Pompeya, no fue hasta la segunda mitad del siglo XX que se lo consideró un derivado del arte pop, pero antes fue, y continúa siendo, sinónimo de expresión alternativa a las voces oficiales y testigo espontáneo del contexto popular que no tiene espacio ni poder en el circuito mediático.
Merced de la homogenización de los actores de poder y de los medios de comunicación modernos, el espacio para la expresión fuera de los métodos tradicionales es considerado inexistente o, en el peor de los casos, marginal y delictivo. Son escasos los lugares donde se puede pronunciar libremente pensamientos o ideologías, y uno de ellos es el espacio público urbano; sus calles, paredes, veredas, edificios y publicidades constituyen un soporte propagandístico ideal donde crear el mensaje. La intervención urbana como método artístico conlleva una fuerte carga subjetiva e ideológica, pero por lo general, deja espacios disponibles para manifestaciones que en ciertas ocasiones dan como resultado indiscutibles obras maestras con gran sentido estético y de alto impacto social.
Pero como todo objeto de arte, el graffiti, y en mayor medida el esténcil, están sujetos a la manipulación del sistema neoliberal, a pesar de que su esencia misma haya sido, y siga siendo de algún modo, tanto la denuncia como la crítica y ridiculización de su retórica abusiva, desinformante y agresiva. En la práctica, el mercado capitalista define al espacio público como área de paso y no de acción y/o intervención, por lo que su utilización se encuentra limitada y sólo es modificable mediante la reglamentación pautada por las instituciones que lo controlan, y si esto no es así, el poder hegemónico absorbe la operación contracultural cooptando su significado, alterándolo a su favor y cancelándolo. Es un recurso amplio y difundido entre los sectores de poder; los iconos peligrosos y generacionales son convertidos en remeras y merchandising barato e inofensivo.
La hegemonía de los medios masivos de comunicación produce el impulso consumista que caracteriza a las sociedades modernas y provoca el declive del hombre público en un mero sujeto del mercado, alienándolo, reduciendo sus formas a un actor secundario del sistema. La pasividad generada estructura los sentidos y el comportamiento comunitario en todos los niveles, sin excluir las formas y efectos artísticos que se activan desde sus propias bases, en donde se encuentra las raíces mismas del arte urbano o callejero, por lo que no resulta extraño que esta modalidad expresiva se vea afectada y en proceso de crisis al ser considerada una nueva moda, excluyendo todo rastro contestatario y aplicándola en campañas publicitarias de indumentaria deportiva y canales de televisión para captar los segmentos de la población más jóvenes y pudientes.
El aspecto estético de las ciudades es considerado por ciertos gobiernos como una política de Estado que simula, a través de la propaganda oficial sistemática, interesarse por la calidad de vida de sus habitantes, pero en realidad en este impulso subyace una política represiva y de censura que apunta específicamente a eliminar potenciales críticos y concentrar poder. El concepto de “ciudad limpia” surge como un paradigma civilizador que acalla voces populares, borra pintadas de denuncia y controla con poder de policía, todo estigma social que refleje la decadencia del modelo económico neoliberal; la vigilancia ideológica no sólo existe en los medios escritos o audiovisuales, también dice presente en paredes del barrio.
Se insiste en que el arte urbano es vandalismo por correr por canales distintos a los formales y por encontrarse fuera del mercado que les otorga un valor monetario, pero en esta aseveración no se toman en cuenta ninguno de los factores que conducen a esta práctica. Por el contrario, se los ata tendenciosamente al concepto de inseguridad que periódicamente se fogonea desde los medios de comunicación; en las calles hay inseguridad y delincuencia, entonces: todo lo que pasa en ellas es inseguro, peligroso y criminal, y eso incluye al arte callejero. Esta manipulación tiene su origen, como asegura Michel Foucault, cuando “en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”.
En muchos países, la población asiste al desmembramiento del espacio público y al traspaso del mismo hacia el sector privado, lo que margina y reduce aún más los universos de acción popular y participación social. La prohibición de manifestarse en los ámbitos comunitarios se potencia con las nuevas legislaciones que acuerdan el poder institucional con los intereses económicos. Esto deriva en la simplificación recurrente de criminalizar acciones puramente artísticas con el pretexto de que alterar, remover, simular, confundir, ensuciar, obstaculizar, sustituir y hacer ilegibles las señales que la autoridad pública coloca, constituyen una peligrosa amenaza a la salud moral de los ciudadanos de bien, adormecidos en un conformismo de clase y acomodados en la estructura totalitaria del Estado.
“Cambiar la vida, transformar la sociedad”, proponía un graffiti tosco escrito con aerosol en las calles parisinas durante mayo del 68’, algo que hoy en día se repite, pero con técnicas mucho más complejas que apuntan a la capacidad de análisis y el impacto visual ante la significación lingüística y visual que se le otorga el destinatario del mensaje. En la Pompeya de hace dos milenios, prostitutas, gladiadores, políticos y comerciantes utilizaron como soporte de difusión ideológico a las paredes, mármoles y estatuas; sus testimonios y ejemplos desenterrados de las cenizas y escombros no alteran tanto en su esencia, que es comunicar por las vías no tradicionales o monopolizadas por el poder.
La lógica mercantilista apuesta a deformar el signo y los códigos que atentan contra la cultura del consumo y las redes de poder, degenerándolas en mensajes vacíos, exentos de todo ruido en la comunicación para no crear “desconcierto” o conciencia crítica, las significaciones simbólicas se encuentran en el centro de esta dialéctica y su construcción tiende a ser aglutinada a los intereses corporativos por esta única y simple razón. La iconografía institucionalizada prohibe la reflexión y el debate, y es por eso que es tan importante el soporte donde se comunica, como el mensaje a comunicar. No es sólo cuestión de estética urbana, es crear conciencia política a través de la intervención de los espacios públicos como método contestatario; las paredes no sólo escuchan, la mayoría de las veces también nos hablan.
lgianello@prensamercosur.com.ar
HAZ GRITAR AL MURO
Soledad Tordini- Colectivo La Tribu
15 de junio de 2007
El stencil es el grabado rápido de dibujos en paredes a través de plantillas y aerosol. Las primeras muestras de esta técnica se registraron en la cuevas prehistóricas y tumbas faraónicas. Sin embargo, la primera vez que adquirió sentido político fue en la década del 40, con plantillas y pinturas de mano de los fascistas italianos. Veinte años más tarde fue apropiado por los estudiantes del Mayo francés. Y luego por los movimientos revolucionarios de México y el País Vasco en la década del 70.
Aquí acercamos un tutorial para empezar a practicar producción de imágenes y cortes, para utilizarlo en pinturas en tu calle con el logo y la frecuencia de la radio o la difusión de una campaña. Vamos a suponer que se trata de un stencil simple (de una sola capa de color). Luego de practicar esta técnica va a ser sencillo comenzar a realizar plantillas multicolores.
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